Existe dentro de
todos nosotros la innata necesidad de poseer un loco e idílico objetivo, sueño,
desesperado culmen de todo lo que existe, al que aferrarse tercamente en los
momentos de vacío. Un destino que refuerze tu convicción cuánto más insensato aparente
ser el camino que lleva a él. Que invulnerabilice tu mente frente a cualquier
adversidad, pues alcanzar la meta soñada supone un éxtasis tal que una mínima
posibilidad de vivirla haga que todo lo demás carezca de importancia, incluso
uno mismo.
Cuando las
consecuencias no son relevantes, pues el camino conduce inexorablemente cuesta
abajo, y únicamente queda esperar un fin rápido, que al menos preserve intacta
la esperanza. Más allá. Cuando lo imposible se vuelve inmediata realidad, y
toda la labor que se te asigna a partir de ese momento consiste en asimilar la
nueva situación. Pues los senderos recorridos fueron tan oscuros que la luz que
ahora se ha presentado jamás podrá desvanecerse, sino que permanecerá como
llama de fénix, simbolizando la inmortalidad de tu alma.
Si vives ese
momento, sin duda habrás alcanzado la felicidad.