domingo, 29 de marzo de 2009

Las últimas lágrimas (2)

Jaime meditaba sentado bajo un árbol, en el parque situado debajo de su casa. Desde pequeño le había gustado aquel jardín. Era grande, lo suficiente como para poder elegir un rincón solitario y silencioso, ya que aunque estaba en el centro de la ciudad, se respiraba en él una paz que difícilmente encontraba en otro lugar. O tal vez era que le resultaba más fácil sumergirse en sus pensamientos en ese sitio, allí donde tenía buenos recuerdos del pasado.

La nube que llevaba algunos minutos tapando el sol se apartó de repente, y un destello se coló por entre las agujas de pino entre las que se encontraba inmerso, cegándolo y obligándolo a desviar su mirada. Esto hizo que se fijara en uno de los edificios que tenía enfrente. Allí vivió una amiga de la juventud, a la que estuvo bastante unido en su tiempo. No obstante, aunque todavía se felicitaban las navidades, ella se había ido a estudiar a otra ciudad, y allí conoció a la persona con la que acabaría viviendo. No la veía desde hacía bastante tiempo.

Es cierto que aún le quedaban amigos y amigas en la ciudad. Pero su relación con ellos había ido cada vez a menos desde el día que cada uno celebró su boda, ya fuera por la Iglesia, por lo civil, o de palabra. Nunca pensó cómo habría sido la suya, en caso de que su relación no hubiera tenido tan pronta fecha de caducidad. Tampoco tenía sentido pensarlo ahora.

Tampoco tenía sentido pensarlo ahora.

Parecía mentira que esa frase fuera suya. Se la habían repetido mucho en el pasado, y poco caso había hecho. Era inútil amargarse y sufrir por lo inevitable, pero aún sabiéndolo, era algo que él no podía decidir. ¿Acaso puede elegir uno a qué velocidad le late el corazón?

domingo, 22 de marzo de 2009

Las últimas lágrimas

Jaime estaba sentado en la cabecera de la cama, como todos los días a esa hora. Leía un libro, también como todos los días desde hacía tanto tiempo que verdaderamente no se imaginaba en otro lugar. En la cama que tenía enfrente yacía un espectro, la sombra de alguien que en una ocasión rebosaba vitalidad. Tenía nombre: se llamaba Ester.

En realidad solo hacía unos cuantos meses que Ester y Jaime se había conocido, en una despedida de soltero. Ambos se miraron de una forma especial en cuanto les presentaron: cualquiera de los allí presentes podía haber intuido como iba a acabar la noche, donde iban a dormir ambos, o, al menos, como. Lo que entonces sintió Jaime nunca penso que lo sentiría. Era algo imposible de describir, era aquello que, sin saberlo, había estado esperando toda su vida.

No era este el comienzo de una bonita historia de amor. Ester sabía desde hacía poco que tenía una grave enfermedad degenerativa, y que sus meses de vida se podían contar con los dedos de la mano. No quería, por encima de todo, dejar paso a sus sentimientos, enamorarse de Jaime y arrastrarle a una vida de condena, a una vida de sufrimiento, a una vida vacía nada más empezar.

Pero no era eso algo que pudiera decidir ella. Lo que estaba hecho no se podía cambiar. No sirvió de nada que se lo explicara a la mañana siguiente, que le hiciera ver la verdad, la cruda realidad. Él simplemente se negaba a aceptar lo obvio.

Un pitido estridente lo sacó de sus pensamientos. Una pantalla a su izquierda mostraba un fino trazo recto, y mucha gente vestida de blanco corría de un lado a otro. Él no entendía aquello. Miró de nuevo a la cama, entre todo el alboroto, pero rápidamente alguien lo apartó del lecho de Ester y lo sacó al pasillo.

Cuando, un par de minutos después, un hombre vino hacia él con semblante serio, él seguía sin comprender. Se asomó a la habitación y vio como tapaban el rostro de Ester con una sábana. Entonces su alma lo comprendió todo. Comprendió que la llama que unos meses atrás se había encendido dentro de él ya se había consumido. Y que, lo único que ya quedaba por hacer, era derramar las últimas lágrimas.

sábado, 14 de marzo de 2009

Cerebro dime por qué

Una de las pocas obras de la literatura española clásica que me he leído es "La vida es sueño", por supuesto, obligado, pero he de decir que no me disgustó del todo cuando la hube desgranado un poco.

La idea de una persona a la que encierran en una torre hasta que de repente le hacen ver que hay una vida mejor, pero que tiene que ganársela (bueno, esto no se lo dicen, claro, si no donde estaría la gracia) puede sonar a elucubración de literato del S. XVII, pero tiene alguna aplicación práctica. No son necesarias torres en mitad de un bosque de Polonia para tener a alguien encerrado. Es mucho más sencillo: la cárcel está dentro de nosotros.

¿También debemos ganarnos esa vida mejor? No recuerdo haber tirado a ningún criado por la ventana, así que solo puedo decir una cosa: "Cerebro dime por qué".