lunes, 25 de febrero de 2013

Cuando éramos felices


Existe dentro de todos nosotros la innata necesidad de poseer un loco e idílico objetivo, sueño, desesperado culmen de todo lo que existe, al que aferrarse tercamente en los momentos de vacío. Un destino que refuerze tu convicción cuánto más insensato aparente ser el camino que lleva a él. Que invulnerabilice tu mente frente a cualquier adversidad, pues alcanzar la meta soñada supone un éxtasis tal que una mínima posibilidad de vivirla haga que todo lo demás carezca de importancia, incluso uno mismo. 

Cuando las consecuencias no son relevantes, pues el camino conduce inexorablemente cuesta abajo, y únicamente queda esperar un fin rápido, que al menos preserve intacta la esperanza. Más allá. Cuando lo imposible se vuelve inmediata realidad, y toda la labor que se te asigna a partir de ese momento consiste en asimilar la nueva situación. Pues los senderos recorridos fueron tan oscuros que la luz que ahora se ha presentado jamás podrá desvanecerse, sino que permanecerá como llama de fénix, simbolizando la inmortalidad de tu alma.

Si vives ese momento, sin duda habrás alcanzado la felicidad.