No tengo mucho que se pueda contar por aquí, pero quiero dejar algunas palabras como recordatorio de un gran bando. Y es que la vida es imprevisible: el día que sales con ilusión, esperando pasarlo bien, es el día que peor acabas. Pero claro, eso tiene vuelta de hoja. Parece que si comienzas el día pesimista, acabas yéndote a tu casa cansado pero feliz, después de 12 horas dando vueltas por ahí.
Al menos eso pasó ayer.
¿Comienzo a volver?
miércoles, 15 de abril de 2009
lunes, 6 de abril de 2009
Las últimas lágrimas (3)
Se encontraba entrando por lo que parecía una cafetería de pueblo antigua, sin saber muy bien qué hacía allí, pero seguro de que era lo que quería. Vió a algunos antiguos compañeros del instituto, de la universidad. Pasó a su lado, pero no se le ocurrió siquiera saludarlos, ni ellos parecían dar muestras de haberlo visto. Era como si todos supieran lo que a él le aguardaba en ese extraño lugar.
Y entonces la vió. Estaba sentada en una silla de madera, con la mirada tranquila, esperándolo. Su rostro reflejaba muchas cosas. Era el de una persona que había sufrido mucho, pero que al fin veía realizado su sueño. Existían en su cara las marcas de antiguas lágrimas de pena, de silenciosa angustia; al mismo tiempo que entre sus ojos aparecían otras, esta vez de alegría.
Jaime lo sabía porque sentía exactamente lo mismo. Al fin había ocurrido, se había reunido con Ester, esta vez para no separarse jamás. Ahora podían ser libres, sin las ataduras de la vida terrenal. El júbilo lo desbordó y se lanzó a abrazarla, a sentirla de nuevo, después de tanto tiempo...
Fue en ese instante cuando abrió los ojos, y se encontró abrazando a la almohada. El desconsuelo lo abrumó, oprimiéndole el pecho hasta dejarle casi sin respiración. ¿Ni siquiera en sus sueños podía dejar de torturarle aquella maldita agonía? Pero no volvería a pasar. Se incorporó y fue hasta el armario que se encontraba al final del pasillo. Abrió el tercer cajón, y sacó lo que buscaba: una pequeña y antigua caja de madera. Sacó de ella un amarillento papel y se dispuso a leer su contenido.
En el día en que te vi
Tu luz eclipsó
La fuerza del Sol
Vivía solo para ti
Eras mi guía
Y mi valor
Pero una nube apareció
Tornando en frío el calor
Y desde entonces hasta aquí
Me cuesta existir
Lejos de sentir tu piel
Tan lejos de tocar tu pelo
Mi alma llora cuando ve
Que tu estrella
No brilla en mi cielo
Y pondré esta canción
En mi testamento
Porque estoy seguro
Que cuando llegue mi fin
Aún te llevaré por dentro
Aún estarás
En mí
La botella de vodka cayó vacía al suelo, mientras apuraba las últimas letras de la canción que había escrito el mismo día que murió Ester. Ya era hora de poner en práctica la última estrofa, de acabar con todo. Hacía meses que intuía que no había otra salida posible.
Pensó en la gente que aún le quería: la poca familia que le quedaba, y sus amigos. Los dejaba con su vida resuelta, la mayoría con hijos. Pero todos, en cualquier caso, tenían a su lado alguien con quien serían felices por siempre. No había problema en ese sentido.
Por lo tanto, era ya momento de abandonar un mundo al que no pertenecía. Cogió el frasco de calmantes y lo vacío en su estómago. Mientras se hundía cada vez más en un sopor mortal, pudo por última vez recordala, y sentir cómo su propio corazón, destrozado, emitía su última diástole.
Y entonces la vió. Estaba sentada en una silla de madera, con la mirada tranquila, esperándolo. Su rostro reflejaba muchas cosas. Era el de una persona que había sufrido mucho, pero que al fin veía realizado su sueño. Existían en su cara las marcas de antiguas lágrimas de pena, de silenciosa angustia; al mismo tiempo que entre sus ojos aparecían otras, esta vez de alegría.
Jaime lo sabía porque sentía exactamente lo mismo. Al fin había ocurrido, se había reunido con Ester, esta vez para no separarse jamás. Ahora podían ser libres, sin las ataduras de la vida terrenal. El júbilo lo desbordó y se lanzó a abrazarla, a sentirla de nuevo, después de tanto tiempo...
Fue en ese instante cuando abrió los ojos, y se encontró abrazando a la almohada. El desconsuelo lo abrumó, oprimiéndole el pecho hasta dejarle casi sin respiración. ¿Ni siquiera en sus sueños podía dejar de torturarle aquella maldita agonía? Pero no volvería a pasar. Se incorporó y fue hasta el armario que se encontraba al final del pasillo. Abrió el tercer cajón, y sacó lo que buscaba: una pequeña y antigua caja de madera. Sacó de ella un amarillento papel y se dispuso a leer su contenido.
En el día en que te vi
Tu luz eclipsó
La fuerza del Sol
Vivía solo para ti
Eras mi guía
Y mi valor
Pero una nube apareció
Tornando en frío el calor
Y desde entonces hasta aquí
Me cuesta existir
Lejos de sentir tu piel
Tan lejos de tocar tu pelo
Mi alma llora cuando ve
Que tu estrella
No brilla en mi cielo
Y pondré esta canción
En mi testamento
Porque estoy seguro
Que cuando llegue mi fin
Aún te llevaré por dentro
Aún estarás
En mí
La botella de vodka cayó vacía al suelo, mientras apuraba las últimas letras de la canción que había escrito el mismo día que murió Ester. Ya era hora de poner en práctica la última estrofa, de acabar con todo. Hacía meses que intuía que no había otra salida posible.
Pensó en la gente que aún le quería: la poca familia que le quedaba, y sus amigos. Los dejaba con su vida resuelta, la mayoría con hijos. Pero todos, en cualquier caso, tenían a su lado alguien con quien serían felices por siempre. No había problema en ese sentido.
Por lo tanto, era ya momento de abandonar un mundo al que no pertenecía. Cogió el frasco de calmantes y lo vacío en su estómago. Mientras se hundía cada vez más en un sopor mortal, pudo por última vez recordala, y sentir cómo su propio corazón, destrozado, emitía su última diástole.
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