domingo, 19 de septiembre de 2010

Desafiando a la mala suerte

Es hora de partir. A las 5 de la madrugada, hora indecente donde las halla, por cierto. Rumbo a tierras herejes, donde habita un pueblo extraño que utiliza una moneda distinta, conducen por el otro lado y hablan en el mismo idioma que mi cámara de fotos. El hecho de viajar a tal insólito lugar ya debe ponernos en guardia contra posibles infortunios. Pero si encima lo planificamos como lo hemos hecho...

Bueno, tampoco vamos a la aventura. La residencia está reservada desde Marzo. Tiempo suficiente para que la empresa haya quebrado y hayan puesto en su lugar un Fish&Chips. Siempre es agradable dormir con el aroma del aceite de fritura requemado. Eso en el improbable caso de que utilicen aceite y no margarina.

Al menos sabemos que, aunque los billetes de avión también están reservados desde Marzo, Raynair no ha quebrado aún. Nada nos impedirá montarnos en uno de sus modernos aviones, y si hay suerte y no nos toca darle a los pedales, recuperar parte del sueño perdido mientras sobrevolamos Francia, y un ejército de azafatas nos acosan con multitud de productos tamaño liliputiense a precios Gulivianos.

¿El resto de cosas? Bien, hombre. La maleta aún no me la he hecho, pero el vuelo no sale hasta dentro de 10 horas. Sobra el tiempo. También tengo que apañar ciertos asuntos de última hora sin importancia, como el modo de ir hasta el Altet; pero seguro que al final todo sale bien.

Debo hacer, por último, mención a nuestra enorme capacidad de organización. Facturar una maleta entre todos, repartir el peso de dicha maleta, cambiar el dinero, ver el modo de trasladarnos al Altet (esto aún está difuso), planificarnos la estancia completa allí... Todo ello realizado la semana de antes. Con dos cojones.

Resumen: cantidad exorbitada de cosas que pueden salir mal. Pero, eso sí, no me lo pierdo por nada del mundo. Iremos actualizando con noticias frescas directas desde tierras sajonas.

¡Agur!

lunes, 6 de septiembre de 2010

Buenas noches

Era tarde. Así lo atestiguaba la ventana que, frente a él, apenas atraía la multitud de variopintos sonidos que uno puede escuchar habitualmente en una pequeña ciudad. Sonidos que no dejaban de serle familiares, pero a los que su cerebro aún prestaba mayor atención de la que realmente merecían. Un coche solitario que rodaba no lejos de allí, un portal que se cerraba por allá, una luz que se apagaba... Las señas inequívocas de que la ciudad se sumergía, lentamente, en el letargo de la noche.

Un letargo en el que se resistía a entrar él. Pues habituaba a encontrar en esas tardías horas una serenidad que demasiado a menudo faltaba en el día a día. Lo que puede esperarse, por otro lado, de alguien a quien, hasta hace pocas semanas, le impedían comprar un paquete de tabaco. En esos momentos, contemplaba embobado el techo de su estrecho cuarto, inmerso en sus pensamientos, aunque sin pensar en nada concreto.

No era nada raro encontrarle en este estado, ya fuera, como en esta ocasión, entre las paredes de su habitación; o en lugares menos propicios a tal fin, como los pasillos de su facultad. Precisamente por esa costumbre suya se había ganado, entre algunos de sus compañeros de carrera, el apelativo de extravagante, de solitario, incluso de antisocial. Pero, en general, casi todo el que alcanzaba a hablar con él deshechaba rápidamente estas ideas, pues era en verdad una persona amigable y de conversación agradable.

He dicho que era amigable. Quizá me haya aventurado demasiado. Es cierto que se llevaba bien con todo el mundo, y que jamás nadie le había visto enfrentarse a otra persona, ni dejar de exhibir ese aire despreocupado que tanto chocaba con la silenciosa figura que, como ya he dicho, era en otras ocasiones. También es cierto que le gustaba tomar la iniciativa en cuantos grupos de trabajo había estado. Aceptando y proponiendo ideas, trabajando en equipo y riendo con los demás.

Sin embargo, cuando el reloj marcaba la hora de final de las clases. Cuando cogía el autobús que le dejaría en su piso del centro. Cuando la ausencia de un profesor implicaba, para los demás, una hora de cartas y risas en la terraza de la cafetería. Era en todos estos momentos cuando emprendía el silencioso y lento sendero hacia una soledad voluntaria, con el aire del personaje secundario que deja paso al protagonista para su gran momento en escena.

Un pitido breve y estridente le sacó de su nebulosa, como pocos otros estímulos podrían haberlo hecho. Su reloj de mesa señalaba las 2.00 de la madrugada. Se desperezó lentamente, y fijó la vista en la pantalla del portátil que llevaba encendido frente a él ya varias horas. Con parsimonia deslizó el dedo por el sensor táctil hasta llevarlo al icono del procesador de textos. Se quedó un instante inmóvil, para a continuación presionar sobre él.

Un folio virtual apareció ante sus ojos. Hacía tiempo que por su cabeza circulaban difusas ideas que hasta ahora no había conseguido hilvanar. Ideas acerca de un personaje que todavía no había nacido, pero que aguardaba impaciente en el limbo su momento. Ideas que esa noche tampoco parecía que fueran a emerger definitivamente de él y tomar consistencia.

Bajó la cabeza con resignación, como otras tantas veces, y se dispuso a levantarse de la silla en la que reposaba. Caminó entonces hacia la puerta que se encontraba en el lado opuesto al suyo y la abrió. Había luz en el cuarto de baño, con lo que se apoyó en la pared para aguardar a que este se desocupara. Cuando lo hizo, la persona que salía de él (de su edad, quizá un par de años mayor) apenas lo miró, obsequiándolo con un vago "Buenas noches".

-Buenas noches -respondió él.